“Había una vez un pequeño castor que, como todos los
castores, nació y creció en un bosque cerca del río. Pero este castor tenía
algo en particular: era muy observador. Por eso se dio cuenta de que año tras
año su familia perdía la casa cuando subía el nivel del río porque este entraba
en la madriguera y la llenaba de agua.
Cansado de aquella situación, el pequeño castor se puso a
pensar en cómo podría resolverse. Después de romperse mucho la cabeza, fue
donde sus padres y les dijo que la solución era construir una casa por encima
del nivel del río y reforzarla cada año para que soportase las crecidas.
Como aún era muy pequeño, su padre se rió y su madre le tomó
la temperatura no fuera a ser que estuviese delirando por la fiebre. Cuando se
dieron cuenta que el pequeño hablaba en serio y que no estaba enfermo,
sintieron miedo por su salud mental pero como no habían psicólogos a disposición
de los castores, los padres resolvieron el asunto como único sabían: diciéndole
que aquella era la estupidez más grande que hubiesen escuchado jamás, que los
castores no sabían construir y que, de generación en generación, siempre habían
hecho sus casas de esa forma.
El pequeño castor no desistió de su propósito pero, como era
muy inteligente, pensó en aplazar sus planes y construir él mismo su propia
casa, cuando tuviera edad para ello.
Llegado el momento, comenzó a construir su casa. Utilizó los
grandes palos que había cerca y los unió con barro. Sus padres lo miraban con
pena y se avergonzaban porque era el único castor que no seguía las reglas.
Cuando los palos se terminaron, el castor no tuvo más materiales con los cuales
seguir construyendo. Entonces sus padres pensaron que abandonaría el proyecto y
que finalmente haría una madriguera. Sin embargo, después de días de cavilación
el castor encontró la respuesta: tallaría los árboles cercanos. Y así lo hizo.
De esa forma, construyó una casa muy resistente y cuando
llegó la crecida no la afectó. Por supuesto, como es difícil abandonar las
viejas costumbres, tuvieron que pasar varias crecidas para que los castores se
convencieran de que aquella casa a cielo abierto era segura. El resultado final
lo conocemos: desde aquel momento los castores comenzaron a construir sus casas
encima del río y así lo vienen haciendo de generación en generación.”
Esta es una de las fábulas contenidas en el libro: “Soñar es
un asunto serio”. Todo comenzó hace algunos años, cuando daba clases y solía
comenzar la lección con una fábula. A las personas les encantaba, incluso si
muchos de mis estudiantes superaban los 40 años. Y es que, en el fondo, siempre
continuamos siendo niños pequeños.
Lo más interesante de las fábulas es que a veces pueden ser
sanadores más potentes que cualquier charla psicoterapéutica y suelen estimular
mucho más la reflexión. ¿Por qué? Simplemente porque al no vernos representados
directamente en los personajes, nuestro inconsciente baja la guardia y así
somos más receptivos al mensaje. Es como si normalmente estuviésemos protegidos
detrás de los muros del castillo y las fábulas nos hiciesen bajar el puente
levadizo.
Sin embargo, no se trata de un libro de fábulas sino la
historia de un personaje muy singular al que, un buen día se le viene el mundo
abajo y se da cuenta de que todo lo que creía real era una farsa. ¿Qué harías
si perdieses el trabajo para el cual pensabas que habías nacido? ¿Qué harías si
las personas con las que te relacionabas de pronto pasan de ti?
A través de este personaje (que no desvelo quién es) podemos
ver el mundo desde una perspectiva sorprendentemente límpida, sin todas las
complicaciones que la sociedad pone a nuestro paso. Se trata de un libro para
soñar, para rescatar al niño que está en nuestro interior pero también para
reflexionar sobre las cosas que son realmente importantes en la vida y, ¿por
qué no? También para reírse un poco.
Recuerda que la magia siempre está donde menos te imaginas.
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