El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en
la banca del patio. No se movía, solo estaba sentado cabizbajo mirando sus
manos. Cuando me senté a su lado no se dio por enterado y entre más tiempo
pasaba, me pregunté si estaba bien. Finalmente, no queriendo realmente estorbarle
sino verificar que estuviese bien, le pregunté cómo se sentía.
Levantó su cabeza, me miró y sonrió. “Sí, estoy bien,
gracias por preguntar”, dijo en una fuerte y clara voz.
“No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí
simplemente mirando tus manos y quise estar seguro de que estuvieses bien”, le
expliqué.
“¿Te has mirado alguna vez tus manos?” preguntó. “Quiero
decir, ¿realmente mirarte las manos?”
Lentamente abrí mis manos y me quedé contemplándolas. Las
volteé, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. No, creo que realmente nunca
las había observado mientras intentaba averiguar qué quería decirme. El abuelo
sonrió y me contó esta historia:
“Detente y piensa por un momento acerca de tus manos, cómo
te han servido bien a través de los años. Estas manos, aunque arrugadas, secas
y débiles han sido las herramientas que he usado toda mi vida para alcanzar,
agarrar y abrazar la vida.
Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. Cuando
niño, mi madre me enseñó a plegarlas en oración. Ellas ataron los cordones de
mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. Han estado sucias, raspadas y
ásperas, hinchadas y dobladas.
Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi recién
nacido hijo.
Decoradas con mi anillo de bodas, le mostraron al mundo que
estaba casado y que amaba a alguien especial.
Ellas temblaron cuando enterré a mis padres y esposa y
cuando caminé por el pasillo con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro,
peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Han estado pegajosas
y húmedas, dobladas y quebradas, secas y cortadas.
Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí sigue
trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen
plegando para orar.
Estas manos son la marca de dónde he estado y la rudeza de
mi vida.
Pero más importante aún,
es que son ellas las que Dios tomará en las Suyas cuando me
lleve a casa.
Y con mis manos, Él me levantará para estar a Su lado y allí
utilizaré estas manos para tocar el rostro de Cristo”.
Nunca volveré a mirar mis manos de la misma manera. Pero
recuerdo que Dios estiró las Suyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a
casa.
Cuando mis manos están heridas o dolidas, pienso en el
abuelo.
Sé que él ha recibido palmaditas y abrazos de las manos de
Dios.
Nuestras manos son una genuina bendición… de hecho, basta
imaginarnos el vernos privados de ellas o su uso para darnos cuenta de cuán
importantes son. Otra cosa que la historia de hoy me hizo pensar fue lo que
hacemos con esas manos en cuanto a nuestras relaciones con los demás: ¿las
usaremos para abrazar y expresar cariño y afecto o las esgrimiremos para
exhibir ira y rechazo? Ojalá que el pensamiento de hoy nos ayude a escoger con
sabiduría.
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